¿Colombia, de regreso a los años 90.?

En Colombia, el sonido de las balas y las huellas del desplazamiento siguen marcando el devenir de un conflicto que parece interminable. Mientras los titulares se concentran en los movimientos de las guerrillas del ELN y las disidencias de las FARC, un grupo de víctimas silenciosas permanece invisibilizado: los niños, niñas y adolescentes que ven su infancia y su futuro desmoronarse en medio de una guerra que no eligieron.
En regiones como el Catatumbo, Mitú, Santander y Chocó, las escuelas han dejado de ser santuarios de conocimiento para convertirse en espacios de miedo y ausencias. El desplazamiento forzado de maestros y estudiantes, producto de amenazas y violencia, está destruyendo el tejido educativo y condenando a una generación al olvido.
Es inadmisible que, en pleno siglo XXI, el Estado permanezca indiferente ante esta tragedia. La desescolarización masiva no es solo una estadística; es un grito de socorro de niños que enfrentan el desarraigo, la pérdida de su hogar y el rompimiento de sus lazos comunitarios. Más allá de la falta de oportunidades educativas, estos menores enfrentan el trauma de crecer en un ambiente donde la violencia define sus vidas. Cada maestro que huye por temor a ser secuestrado, cada niño que abandona su pupitre representa un fracaso colectivo de un sistema incapaz de protegerlos.
Los liderazgos políticos y de opinión deben asumir su responsabilidad en este contexto. No basta con discursos vacíos ni con visitas superficiales a las zonas afectadas, no más selfis propagandistas de funcionarios del Estado. La situación exige un compromiso real para garantizar que las escuelas sean territorios de paz y protección. Mientras las guerrillas avanzan y el Estado retrocede, la educación se convierte en un botín más de la guerra. La inacción gubernamental no solo pone en peligro el presente de los niños, sino también su capacidad de soñar con un futuro diferente.
El impacto emocional de este conflicto en los menores es incalculable. Los casos de estrés postraumático, ansiedad y depresión infantil se multiplican en las regiones golpeadas por la violencia.
Cada día perdido de clase no solo afecta el desempeño escolar, sino también perpetúa un ciclo de pobreza y exclusión. La guerra no solo les roba sus hogares, también les arrebata la posibilidad de crecer en un entorno digno y seguro. En este panorama desolador, ¿quién alzará la voz por ellos?
Es urgente que la sociedad civil, los medios de comunicación y los mismos políticos prioricen esta crisis en sus agendas. Los niños, niñas y adolescentes no son solo las víctimas más vulnerables del conflicto; también son el reflejo de nuestra incapacidad colectiva para construir un país en paz. Es momento de pasar de la indiferencia a la acción, de transformar la indignación en políticas reales que devuelvan la esperanza a quienes más la necesitan. Porque si abandonamos a nuestros niños, abandonamos también el futuro de Colombia.
Corporación Profes al Aula.
コメント